[*Ciclo expositivo clausurado comisariado por Pedro G. Romero, en colaboración con pie.fmc – Plataforma independiente de Estudios Flamencos Modernos y Contemporáneos]
pie.fmc encara su segundo ciclo de exposiciones. Tras la experiencia de ‘tejido doble’ con Teresa Lanceta, Ceija Stojka, Mónica Valenciano y Nathalie Bellón, queremos explorar ahora un territorio, en apariencia, bien distinto. Se trata de cuatro artistas que encuentran en el gesto de pintar modos de escritura que, singularmente, tienen que ver con el hecho flamenco. En todos ellos hay desgarro y humor a partes iguales, en todos ellos hay una naturaleza gamberra y una exigencia con los lenguajes que utilizan que no puede calificarse de amable, ni comercial ni demagógica.
En el texto de presentación anterior ya repasamos la consideración del flamenco como arte degenerado («entartete «kunst»») como un importante factor, muy a menudo olvidado, para la construcción de un campo artístico propio para el género: las campañas anti-flamencas de la prensa burguesa, Eugenio Noel o las peñas wagnerianas catalanas; la condena del judío Max Nordau o de los nazis alemanes. Pero en el transcurso de los años veinte y treinta se produjo un proceso de aceptación, de regeneración del flamenco que afectó a esa categoría de «lo degenerado». Un primer factor fue la nacionalización -española, andaluza o «gitana»-, la consideración de lo que antes se consideraba obsceno como primitivo y, por tanto, como una especie de estado infantil de nuestra propia cultura, de nuestra identidad. Fue una ola que afectó a los a los populismos de izquierda y derecha. La consideración de «lo degenerado» como algo propio que había que higienizar. El Concurso de 1922 bebe de esa necesidad reformista, urbanizadora y clínica, igual que sus herederos, desde el mairenismo o el Concurso de Córdoba hasta la Bienal de Flamenco de Sevilla, el festival de Jerez o la Suma Flamenca Madrileña. Todos los gestos institucionales con respecto al flamenco intentan, de alguna manera, domesticar esa cualidad degenerada que, sin embargo, continúa siendo constitutiva del campo artístico que seguimos llamando flamenco. El Instituto Andaluz del Flamenco, la Cátedra de Flamencología de Jerez o la integración del flamenco en Conservatorios y Universidades, más allá de las polémicas sobre gitano o andaluz, Torre o Chacón, profesionalización o amateurismo, arte urbano o folklore, más allá de las dialécticas constitutivas que en el flamenco se han generado, todos operan, también en el sentido médico de la palabra, con voluntad disciplinaria, constituyéndose, de alguna manera, en policías de lo flamenco, excluyendo del mismo los aspectos y características que a principios del siglo XX se llamaron degenerados («entartete «kunst»»).
Ese exceso de lo que va por debajo, que escribiría Georges Bataille, tiene, sin embargo, cualidades fundantes para lo que todavía llamamos flamenco. No es sólo una sociología del dolor o la delincuencia, no es sólo la geografía política que sigue situando al flamenco en zonas de conflicto como las Tres Mil Viviendas o las periferias urbanas migrantes de grandes ciudades como Madrid y Barcelona, no se trata solo de una mancha en la topografía del flamenco. También en su topología, en la configuración de su forma, valga la contradicción, se sigue dando lo informe. Frente al dibujo de líneas claras de voz, por más que se aderecen con música sinfónica o electrónica, todavía son necesarias zonas de ruido; frente al balletismo aseado que re-elabora geometrías e introduce movimientos imposibles todavía son necesarios los pies de los cojos y las manos de los mancos; cuando las guitarras sueñan con que desaparezca la física de la madera y la flexibilidad de la cuerda se asemeja al protul (Pro Tools) de la mesa de mezclas, aún la tripa seca y las astillas de cedro nos recuerdan el bajo materialismo con que está construido el «piano de los pobres», según la afortunada descripción de Gerardo Núñez.
Tener a dos monstruos como Víctor Jaeneada y David Pielfort exponiendo juntos -«cuando canto, yo expongo mucho», dice una de las pinturas de Pielfort- requiere hablar de todo esto. En los dos artistas se da esa condición salvaje e interior que apelan como flamenco, ese desgarro y esa mala leche subalterna y, en los dos, esas dosis de vitriolo se muestran con un rigor formal importante, como si conocieran las leyes geométricas exactas que forman un charco después de la lluvia, como expertos biólogos que supieran de la naturaleza exacta del mojón, como si fuesen máquinas de escucha perfecta capaz de discernir qué es música y qué es ruido en el trueno y en el grito.
Ya mostramos en la anterior exposición, entonces en compañía de Toto Estirado, el techo de Víctor Jaenada, el roof que decía Sabicas haber aprendido de los norteamericanos. Sus trabajos de techo saben reubicar una tradición del goterón, lógicas de expresión yonquis, los negros del humeo en la escayola, la física de la casa okupa y del centro social autogestionado, todo ese vitriolo que viene de una tradición que nace en Goya y pasa por Miró. Jaenada ha sabido situar al flamenco en ese camino inédito que muy pocos han sabido vislumbrar. Cuando el poeta, gallego y andaluz, José Ángel Valente echaba de menos el «charco» en la pintura de los grandes abstractos de los que era contemporáneo, se refería a esto. A ese «charco» lo podríamos adjetivar hoy como lo degenerado.
Seguramente, David Pielfort es el poeta más radical que ha dado el flamenco. Todavía me sorprende que su lírica -a su lira quebrada se la sigue llamando así- no haya sido llevada a la voz de ningún cantaor o cantaora flamenca. En su verso consonante, como ahora en esa extensión que son sus dibujos y pinturas, hay tanta sabiduría como experiencia. Pielfort es la botella de cristal rota con que se defiende el débil acorralado en la cava de los mafiosos. Esa acidez, ese acero afilado de sus versos no le impide ser un Góngora esquizoide, por aludir a su primer y deslumbrante libro El gitanito esquizofrénico. Hace poco, en una película de Juan Rodriguáñez escuché a Juan Moneo El Torta recitando a Gamoneda, «yo sí que supe lo que fue la destrucción». Me acordé de la poesía de Pielfort, de cómo transita ese mismo cruce de caminos.
El flamenco es populista y elitista a la vez. Nadie puede vivir con el poco oxígeno que te queda en una dieta solo de seguiriyas o soleás. Como decía Carlos Lencero, cuando lo llamaban elitista a él, a quién había escrito letras para Camarón, Pata Negra o el nuevo flamenco madrileño, «nunca entenderán que, sin negaciones, el flamenco se convierte en la demagogia de las sevillanas, en la estética electoral de una caseta de feria». A esas negaciones se las llama también «arte degenerado». Y es que, ahora, al rigor y al conocimiento, al sentido crítico, al saber enciclopédico, que dicen los aficionados flamencos, también se le llama degenerado. Me temo que sí, que una de las funciones del pie.flamenco pasa por ahí, por seguir ampliando el campo de «lo degenerado» hasta que coincida, punto por punto, con ese campo ancho que es el flamenco.